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Juan Pablo II - Discurso B'nai B'rith 22 marzo 1984

DISCURSO DEL SANTO PADRE A DIRIGENTES DE LA LIGA  

ANTIDIFAMACION “B’NAI B’RITH”

22 de marzo 1984

 

Queridos amigos:

 

Me hace muy feliz recibirles aquí en el Vaticano. Son ustedes un grupo de dirigentes nacionales e internacionales de la conocida Asociación judía establecida en Estados Unidos y floreciente en muchas partes del mundo, incluida Roma, Liga Antidifamación “B’nai B’rith”. Asimismo están muy en contacto con la comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo, fundada hace diez años por Pablo VI con el objetivo de fomentar las relaciones entre la Iglesia Católica y la Comunidad judía a nivel de nuestro compromiso respectivo de fe.

 

El mero hecho de que hayan venido a visitarme -y de ello les estoy muy agradecido- es en sí una prueba del incremento y profundización constantes de dichas relaciones. Claro está que cuando se mira atrás, a los años anteriores al Concilio Vaticano II y a su Declaración Nostra Aetate, y se quiere abarcar la obra realizada desde entonces, uno tiene el sentimiento de que el Señor ha hecho “grandes cosas” por nosotros (cf. Lc 1,49). Y, por tanto, nos llama a unirnos en un acto de cordial agradecimiento a Dios. El verso del comienzo del Salmo 133 es adecuado: “Ved cuán bueno y deleitoso es habitar en uno los hermanos”.

 

Porque, como he dicho con frecuencia desde el comienzo de mi servicio pastoral de Sucesor de Pedro, pescador de Galilea (cf. Alocución del 12 de marzo de 1979), queridos amigos, el encuentro de católicos y judíos no es coincidencia de dos antiguas religiones yendo cada uno por su camino y en lucha grave y dolorosa no pocas veces en tiempos pasados. Es una reunión de “hermanos” y, como dije a los representantes de la Comunidad judía alemana en Maguncia (11 noviembre de 1980), un diálogo “entre la primera y la segunda parte de la Biblia”. Y al igual que las dos partes de la Biblia son diferentes, pero están relacionadas íntimamente, también lo están en el pueblo judío y en la Iglesia Católica.

 

Esta cercanía se ha de manifestar de muchos modos. El primero de todos, en el respeto hondo de la identidad de cada uno. Cuanto más nos conocemos, más aprenderemos a aceptar y respetar nuestras diferencias.

 

Pero respeto no significa esquivez ni es equivalente a indiferencia, y éste es precisamente el gran reto que estamos llamados a afrontar. Por el contrario, el respeto de que hablamos está fundado en un vínculo espiritual misterioso (cf. Nostra Aetate, 4), que nos acerca en Abraham y, por medio de Abraham en Dios, que eligió a Israel y de Israel hizo surgir la Iglesia.

 

Sin embargo, este “vínculo espiritual” entraña gran responsabilidad. Cercanía unida a respeto quiere decir confianza y franqueza, y excluye totalmente desconfianzas y sospechas. Convoca asimismo a interés fraterno por cada uno y por los problemas y dificultades que afrontan cada una de nuestras comunidades religiosas.

 

La comunidad judía en general y su organización en particular, como su nombre indica, tienen mucho que ver con formas antiguas y nuevas de discriminación y violencia contra los judíos y el Judaísmo, llamadas corrientemente antisemitismo. Incluso antes del Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica (cf. S. Congregatio Sti. Ufficii, 3 marzo de 1928; Pío XI a los periodistas belgas de la radio, 6 de septiembre de 1938) condenó tal ideología y práctica por ser contrarias no sólo a la confesión cristiana, sino también a la dignidad de la persona humana creada a imagen de Dios.

 

Pero no estamos reunidos por nosotros mismos precisamente. Es verdad que tratamos de conocernos mejor y entender mejor la identidad característica de cada uno y el íntimo vínculo espiritual que nos une. Pero al conocernos, descubrimos todavía más lo que nos ensambla para interesarnos más por la humanidad en general en campos, por citar sólo algunos, tales como el hambre, la pobreza, la discriminación allí donde se dé y sea la que fuera la persona contra quien se dirige, y las necesidades de los refugiados. Y claro está la gran tarea de fomentar la justicia y la paz (cf. Sal 85,4), señal de la edad mesiánica en ambas tradiciones judía y cristiana, enraizadas a su vez en la gran herencia profética. Este “vínculo espiritual” existente entre nosotros no puede menos de ayudarnos a afrontar el gran reto dirigido a los que creen que Dios tiene cuidado de su pueblo, al que ha creado a su imagen (cf. Gén 1,27).

 

Yo veo esto como realidad y promesa al mismo tiempo de diálogo entre la Iglesia Católica y el Judaísmo, y de las relaciones ya existentes entre su Organización y la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo y con otras instituciones de algunas Iglesias locales.

 

De nuevo les doy gracias de su vida y de su empeño por metas de diálogo. Seamos agradecidos a nuestros Dios, Padre de todos nosotros.

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